C-C Un adios sin lagrimas

Un adiós sin lágrimas

–Eres un niño muy inteligente, Julian. Quiero que tengas esto; sé que la cuidarás muy bien.

No podía creer lo que estaba viendo: ¡Estaba poniendo en mis manos una computadora personal, la primera y única que he tenido en toda mi vida!

Así fue como mi primer adoptante se ganó mi afecto.

Él era la única persona que había podido leer que a mí no me iba a comprar con dulces o promesas, como a los otros chicos; que para ganarme había que ser frío, racional y concreto.

Además, éramos compatibles en muchos aspectos: Él no era el más fuerte, ni el más sociable, pero era demasiado listo para su edad. No en vano era Michael Haylock, uno de los empresarios más jóvenes e influyentes en el mundo de la informática… Y la única persona que había querido adoptarme a pesar de mi muy peculiar forma de ser.

Yo tenía siete años entonces.

¡Me encantaba salir con Michael! Él me llevaba a las grandes exhibiciones de computación, robótica y mechas; entendía mi amor por las máquinas y mi desdén por el contacto humano prolongado y la presencia en situaciones sociales que a ambos nos costaba comprender.

Sabía que un sándwich de pavo era mil veces mejor que una hamburguesa, y que una ensalada de frutas valía más que una tonelada de dulces.

Con él no había dobles sentidos, no había incertidumbre: Éramos dos genios incomprendidos contra el resto del mundo.

Vivir en su casa era divertido para mí; siempre entre cables, armatostes de metal, máquinas, y el familiar aroma del aceite de motor y el que usábamos para engrasar los pequeños engranes.

Eran buenos tiempos.

Pero Michael estaba enfermo. Necesitaba un heredero, y ahí fue donde entré yo.

No me agradaba saber que iba a perder a la única persona que me comprendía; con quien podía compartirlo todo… aunque él me aseguraba que sería un proceso lento, que podían pasar incluso varios años sin que su enfermedad acabara con él.

Él sabía que no soy tonto y que no podía tratar de ocultarme que era algo grave, pero trataba de maquillarlo lo mejor que podía.

Cuando Michael murió habían pasado apenas unas semanas desde mi adopción. Yo estaba en la escuela y cuando regresé, nadie quiso decirme nada, hasta que a alguien "se le escapó" decirme la verdad… Y puede que yo no capte muy bien la intensionalidad de las palabras, pero nunca he dejado de creer que había algo de desdén en la manera cómo me lo decían.

Entonces fue que me regresaron a la Casa Caramelo.

Ya no había nadie que velara por mí, y Michael ni siquiera tuvo tiempo de reorganizar sus papeles ni modificar su testamento; así que volvía a ser un niño huérfano, sin una sola posesión en el mundo, más que una computadora personal y un par de anteojos sin lentes que había podido tomar de las cosas de mi adoptante antes que me dejaran sin nada. A nadie en su mansión le importó, de todas formas.

De vuelta en casa, el profesor no sabía qué hacer conmigo. No sabía cómo tratar con un niño que acababa de perder a alguien importante y permanecía estoico, sentado fuera de su oficina; sin hablar, sin moverse, sin derramar una lágrima, simplemente abrazado a su computadora.

Loky tampoco sabía muy bien qué hacer. Se sentaba en el suelo a mi lado y apoyaba la cabeza en mis rodillas, esperando que yo… Bueno, no sé qué esperaba, pero parecía temblar un poco menos en cuanto ponía una mano sobre su cabeza y desordenaba distraídamente su cabello.

–Caramelito… Está bien que te sientas triste –me decía el profesor–. Puedes llorar. No está mal que lo hagas.

Llorar… Me sonaba a algo que probablemente hubiera hecho alguna vez, pero no podía precisar cuándo ni por qué.

Me abrazó y sentí la humedad de un par de lágrimas cayendo sobre mi ropa.

Una extraña sensación me llenó el pecho: ¿Por qué? ¿Por qué lloraba, si no era él quien había perdido a alguien importante?

Porque yo no podía hacerlo.

El profesor, al igual que Loky, no lloraba por Michael, sino por mí… Porque mi cerebro aún no procesaba la carga emocional que implicaba lo sucedido.

Aún no lo hace. Puede explicarlo; puede decir que fue una muerte por causas naturales, debida a una enfermedad hereditaria; puede explicar todas las dimensiones y características de la enfermedad. Pero no puede decir cómo me siento, porque no sé darle nombre.

No sé cuáles son los componentes de eso que llaman tristeza, nostalgia, decepción… Y cada vez que creo haberlo descubierto, me doy cuenta que me equivoco: aparecen variables que no había tomado en cuenta.

Las emociones son demasiado complejas. Nada respecto a ellas es concreto, racional, o puro. Si lo fuera, explicarlas sería mucho más sencillo para mí. Pero no lo es, y aún prefiero evitar pensar en eso.

Hay una realidad: Michael está muerto y yo estoy solo otra vez. Nadie más tiene por qué saberlo. No es de su incumbencia.

No quiero que me miren con eso que llaman lástima. La he visto antes… Sé distinguirla y la detesto. No voy a dejar que me miren así, y tampoco voy a permitir que me vuelvan a adoptar.

No me convertiré en un número más en la estadística de los niños que se van de esta casa y regresan una y otra vez. Prefiero ser el caso especial del chico que sale de aquí porque ya tiene edad suficiente para valerse por sí mismo.

Pero más importante aún, no voy a dejar que alguien intente tomar el lugar de Michael.

Ninguna persona en este mundo podrá venir a reemplazarlo.

Nunca.